Actualmente, no existe la nobleza como entidad jurídicamente considerada, pero sí existen los títulos nobiliarios. Si estás interesado en documentarte sobre la nobleza, te recomiendo el libro La nobleza de España: ideas, estructuras e historia, del autor Faustino Menéndez Pidal. Una reseña sobre esta publicación la puedes leer aquí.
Estos títulos pueden tener carácter vitalicio o hereditario. El título nobiliario con carácter vitalicio es personal, intransferible y desaparece tras el fallecimiento del primer titular, lo contrario del hereditario o perpetuo.
El Real Decreto sobre la concesión y rehabilitación de Títulos y Grandezas de España del año 1912 indica en su artículo 2: «Cuando para premiar servicios extraordinarios hecho á la Nación ó á la Monarquía se trate de conceder una Grandeza de España ó un Título de Castilla, bastará el acuerdo del Consejo de Ministros».
A esto hay que sumar el artículo 62.f de la Constitución española que establece el derecho del rey a conceder honores y distinciones. Y, por supuesto, la publicación de la real carta de sucesión que autoriza el uso y el disfrute del título nobiliario.
La Constitución y los títulos nobiliarios
Existen dos sentencias del Tribunal constitucional, una de mayo de 1982 y otra de 3 de julio de 1997, en donde se afirman que la existencia de los títulos nobiliarios no es contraria a la Constitución, aunque en esta no se recoge articulado alguno sobre esta cuestión.
Sentencia 27/1982 de 24 de mayo
Así, pues, el ser noble, entendiendo por tal, al menos a los efectos del recurso presente, el poseer un título nobiliario, es un hecho admitido por el ordenamiento jurídico actual, que ampara constitucionalmente su concesión por el Rey a cualquier español (arts. 62 f) y 14 de la C. E.) como acto de gracia o merced en cuanto a la decisión última, pero en todo caso «con arreglo a las Leyes»; que contiene normas sobre su rehabilitación, transmisión y caducidad, y que protege el uso de los títulos y persigue la usurpación o el uso de títulos por quienes no tengan derecho a ellos. Por consiguiente, no puede afirmarse que el hecho de ser o no ser noble, tener o no tener título, carezca totalmente de relevancia para el ordenamiento, pues lo irrelevante para el Derecho es aquello que éste no contempla ni regula. Y siendo un hecho lícito el ser noble no puede tampoco considerarse vejatorio ni contrario a Derecho el que con efectos limitados a determinadas relaciones jurídicas privadas se exija la prueba de que uno mismo es noble (por ejemplo, para poder ser miembro de un club o asociación deportiva privada) o de que lo es su cónyuge.
Desde 1820 un título nobiliario es -y no es más que eso- una preeminencia o prerrogativa de honor, y por eso se entiende nemine discrepante que su concesión corresponde al Rey como uno de esos «honores» a que se refiere el art. 62 f) de la Constitución. Pero en el uso del título adquirido por concesión directa o por vía sucesoria agota el título su contenido jurídico, y no es, como en el Antiguo Régimen, signo definitorio de un status o condición jurídica estamental y privilegiada. Su esencia o consistencia jurídica se agota en su existencia.
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