Hace unos días vi en vídeo la película “El libro de Eli” cuyo protagonista principal es Denzel Washington. La trama principal de la historia es la misión que Eli debe llevar a cabo: entregar a un desconocido el último ejemplar de la Biblia existente en el mundo para poder salvar a la humanidad.
Conforme va avanzando la película se puede comprobar la importancia que se da al libro en la misma. Las palabras, que dicho ejemplar contiene, tienen por sí mismas la fuerza necesaria para redimir al mundo. Sin embargo, la eficacia de los mensajes también reside en la persona que las pronunció. Por esta razón, Jesucristo es considerado el mejor orador de la historia.
Existe solo una diferencia entre una persona que habla bien en público y un orador. Sin embargo, esta distinción es de tan magnitud que solo la poseen algunos elegidos. El profesor Roberto García Carbonell basa la desigualdad en el movimiento. El orador es la persona que mueve a la acción a quienes le escuchan. Si una persona no consigue que otra haga algo, no puede considerarse orador.
La mayoría de los mortales solo podemos aspirar, con mucho trabajo y práctica, a hablar bien en público. Si alguien le ofrece la posibilidad de convertirse en un gran orador, desconfíe de él, ya que no existen reglas mágicas, ni de oro, para convertirse en un buen orador. No hay malos o buenos oradores. Solamente existe una clase de orador, el que consigue cambiar el comportamiento de las personas, como es el caso del Hijo de Dios. “Jesús amaba a los hombres y el corazón de éstos ardía en su pecho cuando Jesús les hablaba. Si queremos leer un buen tratado de oratoria, ¿qué mejor que el Nuevo Testamento?”, afirma Dale Carnegie en su libro “Cómo hablar bien en público”.
Por cierto, es curioso que el malo de “El libro de Eli”, un déspota que quiere dominar el mundo y que lee la biografía de Mussolini, se llame Carnegie.