Media hora es mucho tiempo. Seguro que todos pueden pensar en estos momentos alguna actividad que realizan en treinta minutos y que les llena de satisfacción: secar la melena a su hija y hacerla un peinado con el que se sienta una princesa; disfrutar de un café hojeando la prensa del día; leer un cuento al enano mientras éste se queda dormido; preparar las palomitas, el refresco y la manta para disfrutar de una película en tu sofá…
Por supuesto que también en treinta minutos se pueden llevar a cabo actividades no tan placenteras, pero no voy a perder ningún segundo en pensar en ello. ¡Ya perdí 1.800 segundos esta mañana!
A las once y media fui al banco, mejor dicho a una caja, para pagar el recibo de una actividad deportiva. Desde la calle se veía gente dentro y al entrar comprobé que delante de mí había seis personas. Bueno, toca esperar, pensé. Sin embargo, nunca imaginé que fuera media hora. Mientras escribo estas líneas recapacito, y me doy cuenta que realmente la relación entre cliente y tiempo invertido en él no ha sido tanto, alrededor de cinco minutos. Sin embargo, mientras estaba de pie en la fila mi sensación fue otra. Quizás la imagen de mal trato al cliente por parte del empleado de la caja fueran las llamadas de teléfono.
¿Por qué se da prioridad a un cliente que llama por teléfono frente a toda una cola formada por doce personas? Si analizamos la situación, el que llama por teléfono y es atendido inmediatamente ¡se ha colado! Considero que el cajero en situaciones como la descrita, una docena de hombres y mujeres esperando su turno y con una media de treinta minutos de espera, puede tener más tacto y educación con los que tiene delante, y decir al que llama por teléfono: “Lo siento, en estos momentos no le puedo atender. Vuelva a llamar en diez minutos, por favor”. Seguramente, la persona que está al otro lado del hilo telefónico, puede realizar otra actividad mientras espera a realizar la segunda llamada. Por el contrario, los que están físicamente para ser atendidos solo pueden hacer una cosa, esperar de pie.
En fin, no hay mal que por bien no venga. Esos treinta minutos desesperantes que he experimentado esta mañana me han servido para escribir esta entrada.