Hace tiempo la Federación Española de Familias Numerosas dió a conocer a través de su página web la noticia sobre la decisión de una cafetería de Bilbao de prohibir la entrada a los niños amparándose en el cartel que reza “reservado el derecho de admisión”. Yo no voy a analizar desde el punto de vista legal esta postura que según los expertos no es denunciable. Pero sí quiero comentar la información desde el ámbito social y de la buena educación.
Yo no comparto esta norma de prohibir la entrada de familias con hijos menores en establecimientos hosteleros por motivos de conductas incívicas. Creo que no es la solución ya que no todas las familias son iguales. Lo que sí que pueden hacer los dueños de estos establecimientos es echar de sus casas a las personas que no se comporten correctamente amparándose en el citado “reservado”. Además, según se da a entender en la información se veta “la entrada de menores, en solitario o acompañados de algún adulto” cuando los niños no tienen ninguna culpa, ellos creen que pueden jugar siempre, estén donde estén, como críos que son. Los verdaderos culpables, los que deberían ser marcados y señalados como bárbaros son los padres.
Mi familia es numerosa y jamás me he planteado dejar de salir con mis hijos a tomar un zumo o a comer “porque con ellos no puedo salir a ninguna parte”, tal y como afirman algunos padres, actitud propia de los progenitores de echar la culpa a los más pequeños para enmascarar nuestra irresponsabilidad.
Reconozco que mis hijos saben comportarse en un restaurante, pero no lo saben por ciencia infusa. Lo saben porque sus padres nos matamos a enseñarles las normas de conducta a la hora de comer en cualquier momento o situación, desde el desayuno hasta la cena. No es un trabajo agradable ni agradecido, pero es necesario hacerlo. Se lo debemos a nuestros hijos. Por eso me hace mucha gracia cuando alguien te comenta, “es que te han salido buenos, puedes ir con ellos a cualquier sitio”. Sí, es verdad pero no es porque hayan nacido con el manual del buen comportamiento aprendido, sino porque sus padres intentan “fastidiarles” las fiestas que quieren montar cada vez que se sientan a una mesa a comer. Sobre todo en esas reuniones familiares en las que existen mesas de niños y de adultos. No sé quien fue el personaje que tuvo tan genial idea, pero si un día me lo encuentro le diré unas cuantas palabras.
Jamás he pasado vergüenza por mis hijos en las situaciones que estoy aquí comentando, lo que si he sentido es cansancio y malestar por no disfrutar de una comida tranquila. Los niños no entienden que es peligroso correr entre las mesas porque pueden atropellar a un camarero; hay que recordarles que si van al baño (evitar que vayan solos porque montan allí la juerga) la silla la tienen que colocar en su sitio porque entorpecen el recorrido de las personas; es necesario enseñarles que nadie se levanta y abandona la mesa si alguien permanece sentado, por lo que tenemos que ser previsores y llevar algo para entretenerles después del postre. Tenemos que entender que los niños con el helado terminan la comida, pero que los adultos la continúan con los cafés y las copas.
Podría poner infinidad de ejemplos y casi todos ellos hacen referencia a intentar que los niños permanezcan quietos, algo improbable por su condición y naturaleza. Sin embargo, los adultos somos muy egoístas y pretendemos que los enanos se conviertan en lo que no son para que nosotros disfrutemos a tope. Esto no es justo, por lo que enseñarles a comportarse como es debido a la hora de comer es una obligación no sólo civil sino también ética y moral. Los padres no tenemos ningún derecho a convertir a nuestros torbellinos en figuras estáticas mientras nosotros nos despreocupamos por ellos para abandonarnos en las risas irresponsables e idiotas. Yo he sido testigo, por desgracia en más de una ocasión, de cómo una madre procuraba ocupar el sitio más alejado de sus hijos para ni verles, ni oírles. Yo aquí sí que he sentido vergüenza.