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La relación entre abuelos y nietos no es parental

San Lucas en el Nuevo Testamento nos recuerda como Jesús afirma que ningún padre desea mal a su hijo: “¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?”. Sin embargo, en ocasiones sin darnos cuenta desamparamos a las personas a las que más queremos, padres e hijos, al consentir que se enfrenten a posibles situaciones amargas y llenas de tensión.

El tiempo, el trabajo o la comodidad son algunas de las razones por las cuales los padres dejamos que los abuelos se encarguen de la entrada y/o salida del colegio de nuestros hijos. Pero las personas mayores no pueden responsabilizarse diariamente de esta actividad, sus condiciones físicas no se lo permiten y tampoco sus reflejos. Cuando nos aferramos y acomodamos a la ayuda que nos prestan nuestros padres estamos permitiendo que tarde o temprano ese nieto y ese abuelo de avanzada edad vivan una situación traumática que ninguno de los dos olvidará.

En un breve período de tiempo he sido testigo directo de dos desgracias humanas cuyas protagonistas han sido dos abuelas con sus respectivas nietas.

Una abuela con su nieta de 10 años va camino de casa para comer y volver por la tarde al colegio. De repente, la mujer se tropieza y se cae sentada sobre la acera. El grito de “abuela” de la niña se oye por toda la glorieta y al ver que su “yaya” no se puede levantar comienza a gritar y a llorar desconsoladamente.

Alrededor de los 80 años tiene la mujer que protagoniza la segunda historia y su nieta cerca de los 11 años. Misma hora que la anterior. La “amona” tropieza, cae y se queda totalmente tirada en el suelo boca arriba. La niña grita “abuela” y se agacha rápidamente para ayudarla a levantarse. En ese mismo instante un hilo de sangre comienza a asomar tras su pelo blanco manchando la acera. Se oye otro “abuela” que no tiene nada que ver con el primero. Desesperación, llanto, angustia. La carne se te pone de gallina. Abrazo a la niña que no se tiene en pie e intento tranquilizarla. No responde. Es como abrazar el dolor y se me estremece todo el cuerpo. Pienso que no hay derecho a que pasen estas cosas, a que obliguemos a nuestros hijos y padres a pasar por este tipo de situaciones. ¿Qué narices nos ocurre? ¿Por qué no nos responsabilizamos de nuestros hijos? ¿Por qué prima más nuestro trabajo, nuestra comida, nuestro descanso, nuestra complacencia que el propio bienestar de hijos y padres? La rabia e impotencia por no poder ayudar más a esa niña de la misma edad que la mía, me hace plantearme todas esas preguntas extremas.

Pasado el tiempo y con cierta reflexión sobre lo ocurrido dispongo de la claridad necesaria para afirmar que los abuelos no tienen que criar a sus nietos, tienen que disfrutar de ellos. Los padres tenemos que asumir plenamente la responsabilidad de los hijos y si no podemos ir a recogerlos al colegio tendremos que ingeniárnoslas e incomodarnos para poder hacerlo. Podemos hablar con otros padres y hacer turnos, dejarlos en el comedor, organizar tandas de recogida entre el padre y la madre, llegar a un acuerdo en el trabajo… Es necesario hacer algo y conseguir que la ayuda de los abuelos sea algo puntual y no la rutina.

Un Obispo ha afirmado que reconoce “el sentido de caridad y solidaridad de tantos abuelos que, movidos por un amor desinteresado y un deseo de servir, comparten la responsabilidad de los hijos en la crianza de los nietos”. Esta actitud es digna de alabar y de agradecer, pero los padres no podemos ni debemos aprovecharnos de ellos. Siempre se ha dicho popularmente que los abuelos están para malcriar a los nietos, o dicho de otra manera: “Un abuelo jubilado para el que no existen las prisas puede hacer maravillas para elevar la autoestima de un niño”, palabras de Christopher Green. Y pienso que tiene razón. ¿Por qué se relacionan bien los abuelos y los nietos? Porque ninguno de los dos tienen prisas.

Los padres no debemos romper esa fructífera relación exponiendo al niño a la amargura de ver a su abuelo derrumbarse ante él sin poder hacer nada. Esta vivencia le marcará y le condicionará su buena actividad de salir a pasear a solas tranquilamente con su abuelo, sin los agobios de ir a un ritmo más acelerado de lo que puede permitirse el anciano, por la necesidad de cumplir un horario marcado por las entradas y las salidas del colegio. Y a esto hay que sumarle el aumento de la circulación peatonal y automovilística propia de ese periodo de tiempo.

El avance de la sociedad ha cambiado la relación entre abuelos y nietos al convertir a aquellos en cuidadores, porque “si el tiempo que les dedican sobrepasa las diez horas semanales, dejan de ser unos parientes consentidores para convertirse ellos también en educadores, por lo que su rol ha cambiado y deben sentirse responsables como los padres de la educación de los hijos en el contexto de esta nueva realidad social”, comenta Green. Sinceramente, yo no quiero esta “nueva realidad social”, no quiero que las circunstancias sean las protagonistas de mi vida.

Debemos tomar partido. ¿Es que nuestro hijo vale menos que un poco más de sueldo?, ¿que nuestra aspiración profesional?, ¿que esos 20 minutos de echar el arroz?, ¿que el esfuerzo de negociar una solución más acorde a la situación en la que nos encontramos? Esta etapa de la vida pasará y se podrá volver a la “normalidad” que cada uno considera como tal. El aprendizaje que desechamos por abandonar nuestra responsabilidad en otros no lo recuperaremos jamás, y es imprescindible para la siguiente etapa de la relación con nuestros hijos. Además, no hacemos ningún bien a los nietos y abuelos obligándoles a tener una relación acorde con nuestras necesidades, en lugar de las suyas. Les estamos arrebatando unas experiencias enriquecedoras para ambos y necesarias para su correspondiente etapa de la vida. Y como cantaba Antonio Vega: “Días que no volverán – que ya no puedo olvidar – el tiempo nos dejará una verdad – estarás en mi para siempre”.

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