Creo firmemente en el poder de la educación. Tener buenos modales es, y ha sido a lo largo de la historia, la clave que ha solucionado numerosos conflictos, incluidos los de tipo político y bélicos. Los buenos modales son sinónimo de solidaridad, generosidad, amor, respeto, de darse a los demás. Es decir, son todos los valores por los cuales una persona al recibirlos decide seguir luchando. Cuando un ser humano se siente querido y acompañado es capaz de realizar sus imposibles y de superar sus miserias.
Por motivos familiares he pasado los domingos de los dos últimos meses de visita en un hotel. Al principio me limitaba a estar con las personas a las que iba a visitar, pero con el tiempo empiezas a mirar alrededor y a darte cuenta de ciertas realidades. Los clientes que se encontraban hospedados en el hotel eran los denominados de larga duración. Esta situación conlleva un cambio en el trato social entre ellos, ya que lo que en un principio es pura educación se convierte en una relación de amistad, y por lo tanto de abrir el corazón.
Estas relaciones me han dado la oportunidad de conocer historias sorprendentes, más bien personas excelentes que seguramente no estarían entre nosotros si no fuera por todo el amor y el respeto que reciben de otras personas de su misma categoría de corazón.
Os puedo hablar de un matrimonio ya mayor, lo que llamamos de la tercera edad. La mujer en silla de ruedas padeciendo una enfermedad degenerativa y el marido cuidando de ella. A primera vista se trata de una imagen triste, pero ¡qué lejos de la realidad! Ella preciosa vestida con un vestido de punto y cuello vuelto de color fucsia y un collar de enormes piedras de varios colores alegres, con un corte de pelo a lo garçon. Él, impecablemente vestido, pendiente en todo momento de su amor, acercándole la pajita para beber, retocando su vestido. Todo con un cariño, un amor y un respeto y admiración digno de envidiar. ¿Cuántos seres humanos dejarían de pensar en poner fin a su vida si recibieran esta misma educación?
Os puedo contar la historia de dos hermanas. Una en sillas de ruedas y la otra velando por ella. De paseo por la orilla del mar, tomando el sol en la terraza del hotel, conversando. Mismo cariño, mismo respeto y admiración. Misma educación.
Es de ingenuos pensar que no viven sus momentos de agotamiento, de tristeza, pero son instantes. Su realidad continua está regida por el amor, lo que tanta falta hace a la sociedad hoy en día. El amor al prójimo. Si pusiéramos en práctica este sentimiento pronto dejaríamos de hablar de muerte para dar paso a la vida.
La buena educación radica en hacer que el otro se sienta a gusto con nuestro trato, con nuestra compañía. Hacer que el prójimo se sienta querido y respetado en la medida de nuestras posibilidades. El trato correcto valora la dignidad de la persona por encima de todo y, la dignidad de un ser humano no disminuye si en el transcurso de su vida se encuentra con contratiempos y sufrimiento. Por supuesto que estas situaciones las queremos evitar todos, pero hay que asumir que van a llegar y que deben ser superadas. Aquí es donde radica la grandeza y la dignidad de las personas, en su capacidad de superación, en su grandeza de corazón que “nos dice lo que es preciso hacer”. Y el hombre lo que quiere es vivir y no una muerte digna.
Retomemos los valores, los buenos modales. “¿Cuál es el mayor bien y la mayor riqueza que puede tener un hombre ante los demás hombres? La buena educación”, se nos afirmaba en las Cartillas de Urbanidad no hace muchos años. Una parte de la sociedad actual está inmersa en una cueva en donde el egoísmo tiene obstruida la entrada y no deja entrar la solidaridad, el respeto, el darse a los demás y, sobre todo, el amor por nuestros seres más cercanos, por la familia.
Para mí sería muy triste que un ser querido me dijera que por mi falta de amor y de fe en él, le dejé morir lentamente.