¡Qué razón tenía uno de los grandes oradores de la historia cuando pidió que dejaran a los niños acercarse a él!
No entiendo cómo podemos llegar a minusvalorar a los niños, cuando podemos aprender tanto de ellos. No comprendo cómo podemos estar tan ciegos para no darnos cuenta que los chiquillos tienen la clave para triunfar en cualquier aspecto de la vida. Si un enano de tres años puede ponerse delante, y disfrutar, de un auditorio de ochenta personas mostrando sus habilidades ya sea de baile, de interpretación, o de ser él mismo, ¿no creen que este crío se merece un poco de nuestra atención? Aunque solo sea por pura conveniencia, es de tontos no observar como los niños se enfrentan cada día a innumerables situaciones adversas para aprender de ellos.
¿Cuántas veces un bebé se levanta tras caerse mientras aprende a andar? ¿Cuántas veces se le cae la papilla encima cuando está aprendiendo a comer solo? ¿Cuántas veces se moja de pipí su ropa interior cuando va al baño sin la ayuda de mamá? ¿Cuántas veces intenta meter ese pequeño botón dentro del ojal? ¿Cuántas veces introduce las dos piernecitas en la misma pernera del pantalón porque quiere hacerse mayor?
El niño nunca se cansa de repetir, de seguir intentándolo, los que nos cansamos somos nosotros, los padres. Él sabe, o intuye, que al final lo conseguirá porque tiene una fe ciega en sí mismo, en sus posibilidades. Los niños creen en sí mismos, una gran lección que olvidamos muy pronto los adultos y que nos damos prisa en hacer que los enanos también la olviden.
Paciencia, confianza, valor, empeño, orgullo, alegría. Todas son cualidades necesarias para triunfar en esta vida y precisamente son las que practican todos los días nuestros hijos.
No existe en el mundo ser más perseverante y temerario que un recién nacido. Si utilizáramos de adultos la mitad del esfuerzo que tuvimos que aplicar en su día para andar, por ejemplo, todo lo que nos propusiéramos hacer lo conseguiríamos.
Este afán de lucha y de superación, que nos viene innato cuando nacemos, lo vamos perdiendo conforme vamos creciendo. Lo que nos hace más grandes que el resto de los seres vivos, lo perdemos sin más, y encima, ni nos inmutamos.
Y lo más triste de todo esto, es que cuando somos adultos nos damos cuenta de que lo que más necesitamos para sobrevivir en este mundo lo hemos desechado. Hablo de la sinceridad, de la generosidad, del valor, del cariño, de la afectividad, del inconformismo,… todas estas son cualidades que todos hemos tenido en nuestra infancia y que ahora todos deseamos, pero no estamos dispuestos a luchar y trabajar duro para volver a ganarlas. ¿Por qué? Por miedo.
Un niño, no tiene miedo. ¿Puede ser un temerario? Sí, de acuerdo, y ¿qué? Gracias a ello este niño sabe andar, sabe enfrentarse a un auditorio con la misma naturalidad que si estuviera con su madre en el parque.
Cuanto más mayores nos hacemos, creemos que nos volvemos más fuertes, pero estamos equivocados. Somos más valientes en nuestra etapa infantil que en la de adulto, ya que “nuestra mayor debilidad consiste en rendirnos. La forma más segura de triunfar es siempre intentarlo una vez más”, afirma Barry Faber en su libro “12 pilares de la venta”. Y si no lo creen, pregunten a sus respectivas madres.
