Nos pasamos todo el día emitiendo y recibiendo información. Es tan natural al ser humano como imprescindible el respirar. Sin embargo, al igual que no prestamos atención a nuestra respiración, tampoco lo hacemos a nuestra manera de comunicar.
Ser conscientes de nuestra personal capacidad para comunicar resulta agotador. La razón se encuentra en la imperiosa necesidad de mostrarnos como somos, sin engaños ni tapujos, y en estar pendientes de nuestro interlocutor. Y en serio, esto me llega a cansar. Porque ¿quién está realmente satisfecho con su forma de ser?, o ¿quién no se cansa de prestar atención al prójimo? En muchas ocasiones me tienta gritar al mundo: “¡yo también tengo cosas interesantes que contar! ¡Escucharme!”.
Dar los buenos días a los compañeros de trabajo y preguntarles qué tal están, da como resultado una buena aceptación y, un seguir cada uno con lo suyo sin ni siquiera devolver el interés por la persona que te ha preguntado. ¿Tanto cuesta?
Levantarte por las mañanas y saludar a los tuyos con un beso y un “¿qué tal has dormido hoy?”, da como resultado una breve respuesta y un ”¿el desayuno?”.
Recoger a los niños del colegio al mediodía, darles un beso y preguntarles “¿qué tal la mañana?”, da como resultado un “bien, gracias”, y “¿qué hay de comer?”.
Ir a tomar café con una amiga y preguntarle “¿qué tal el verano?”, da como resultado oír las quejas de sus cuatro kilos de más, mientras los tuyos pasan desapercibidos.
Encontrarte con la madre de un compañero de clase de tu hijo y que te pregunte “¿has comprado ya el material?”, da como resultado un breve sí o no y, escuchar alrededor de quince minutos de monólogo sobre lo caro que es el material escolar que el colegio “obliga a comprar”.
¿Es esto comunicación? No creo que el ser humano corriente tenga tanta paciencia como el santo Job para soportar esto. Yo, no.