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Breve recorrido histórico de la elección episcopal

Cuando a un sacerdote le nombran obispo de una diócesis es siempre motivo de alegría, por supuesto para su familia y amigos, para la comunidad que abandona como para la que le va a acoger. Y su nombramiento es un acontecimiento de primer orden para la localidad que es sede diocesana en todos sus estamentos, político, militar, eclesiástico, civil y social.

El cristianismo, en su origen, fue una religión urbana y a partir del siglo IV se expande a las poblaciones rurales gracias a su aprobación como religión oficial. Esta nueva condición del cristianismo propicia la división del territorio en demarcaciones debido a su amplitud. Son las llamadas diócesis, es decir, territorio gobernado por un obispo.

El obispo diocesano es la figura eclesiástica encargada de dirigir un pueblo cristiano local y esto le convierte en un miembro de la comunidad con poder y autoridad. Esta circunstancia hace que su elección y nombramiento sea de gran importancia para la Iglesia y para todos los estamentos de la sociedad.

La elección y nombramiento del obispo ha sufrido varios cambios a lo largo de los siglos. Comienza en el siglo I como una ceremonia conjunta en la que la comunidad cristiana selecciona de entre sus miembros a su obispo. En esta selección, el pueblo, que va a ser gobernado por el prelado, forma parte activa de la elección. Esta participación de los fieles se mantiene, aunque no sin dificultades, hasta el siglo XII, años en los que el pueblo pierde su participación en la elección definitivamente.

Las tensiones entre el poder político y religioso marcan la elección episcopal entre los siglos XIII y XX. Durante este periodo temporal los papas y los reyes luchan por su autoridad en la provisión, los primeros con la reserva pontificia y los segundos con el patronato real.

Este enfrentamiento finaliza en el año 1965 cuando se estipula que la elección y nombramiento de obispo es un derecho de la Santa Sede: «El Sumo Pontífice nombra libremente los Obispos, o confirma a los que han sido legítimamente elegidos» (Código de Derecho Canónico, 377.1).

 

 

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